13 mar 2013
El narcotráfico, el negocio de oro.
El auge del consumo de drogas químicas comienza en 1850, atacando varios continentes y con ellos su política y gobiernos. Desde los años 1960, sucesivas oleadas de heroína, cocaína, anfetaminas… han ido irrumpiendo en climas sociales y políticos abonados para su penetración. España, sin duda, ha sido un punto de penetración destacado, la puerta de la droga en Europa desde los años 1970.
El “mayor negocio del mundo” mueve, según datos de la ONU, cifras de ganancias anuales que rondan los 300.000 millones de dólares, sin olvidar las fuentes ilícitas que arrastran: la prostitución, el tráfico de niños, de órganos y el mercado negro de las armas. En los países del Sur, la economía, ya maltrecha y dependiente, es pasto del narcotráfico hasta el punto de suponer el 15% del PIB mundial.
Actualmente, las redes del narcotráfico, en el caso de la cocaína, por ejemplo, presentan el diseño de empresas muy estructuradas, con asesores, abogados, químicos, funcionarios corruptos o expertos en mercado en sus plantillas que aseguran un tipo de empresa cuya eficacia, solvencia y olfato mercantil supera con creces al que presentan las industrias más lícitas.
Ahora asociamos las drogas a importaciones que llegan por mar y aire. Lo cierto es que cuando surgió, esta industria lo hizo desde Europa y para los europeos, con plantas industriales de orden similar a la metalurgia o la industria de guerra. Fue una apuesta de gobiernos ferozmente antidemocráticos, quienes impulsaron la expansión de industrias tras el fracaso de las revoluciones de 1848. Era la época de la destrucción del Derecho, el fracaso del liberalismo y del uso del Estado como arma para extraer ganancias, robo y asesinato. Si Marx dijo lo de “la religión es el opio del pueblo” era porque el opio y las drogas ya eran un caramelo para los manipuladores y “explotadores” que el filósofo alemán denunciaba junto a otros autores.
Entonces, los gobiernos se consagraron a patrocinar “el libre fluir del dinero”. En 1850, la química logra extraer de las hojas de coca su principio alcaloide. Detrás de este logro estaba Maximiliano de Austria, quien mandó una fragata, el Novara, a dar la vuelta al mundo con el encargo explícito de recoger hojas de coca para entregarlas a sus químicos de la Corte. Por fin, Niemann satisface al gobierno: la industria se pone en marcha y, en 1862, Merck empieza a comercializar cocaína refinada con apoyo real.
En Estados Unidos, un leal competidor, Davis, se ocupa de bombardear el mercado americano. Los industriales holandeses y alemanes lideran el negocio, llegando entre 1885 y 1914 a captar a millones de adictos coincidiendo con la baja de precio, pasando entonces de 280 dólares a 3 por gramo.
En 1868, un químico fracasado, el corso Mariani, “inventa” un vino tinto mezclado con cocaína. Lo presenta como un “antidepresivo” fabuloso. Las autoridades del momento prestan su apoyo, desde la reina Victoria al Papa León XIII. Mariani amasa una fortuna que demuestra la importancia y el boom del producto, eficaz, según los gobiernos, para que el cliente resulte productivo y pase el rato de ocio alejado de cualquier pensamiento subversivo.
La cocaína era presentada como un “elixir” porque, en la vida meramente económica del europeo, este producto sumergía en fantasías mentales que ayudaban a superar los ratos que no se dedicaban a la única realidad: el dinero y la máquina que lo alcanza. En 1886, Merck ya facturaba millones, era una industria floreciente (igual que la heroína de la Bayer en 1890, o la morfina) que no sufrió mengua alguna cuando el mundo del siglo XIX se hundió junto a 70 millones de seres humanos en la Primera Guerra Mundial. Hoy sabemos, por informes médicos, que la cocaína produce lesiones en el cerebro irreparables, con zonas muertas, de cráteres sin actividad alguna como en casos de esquizofrenia (2). Sin embargo, estas investigaciones no han sido habituales y la industria del siglo XIX ni siquiera se planteaba esa realidad médica: el invento generaba ganancias y eso bastaba para ser aceptado.
El segundo período del auge de las drogas crece en la Guerra Fría. Se crea el Triángulo Dorado de naciones asiáticas exportadoras de heroína. Y los nazis huidos implantan en Latinoamérica la cocaína, tras pactar su apoyo a la CIA en el marco de la Guerra Fría. Klaus Barbie acude a asesorar a las elites fascistas criollas cuyos gobiernos aceptan la idea de abandonar los cultivos obsoletos de madera o azúcar para dedicarse a la nueva máquina de hacer dinero. A cambio, los nazis reciben trato de favor, cargos y creen poder reconstruir su secta internacional a base de crear una red de adictos fieles a los proveedores del maná. El general Pinochet aceptó entregarse al negocio, activado desde entonces en Chile. Bolivia, Perú o Colombia se convirtieron, en cuestión de décadas, en “narco-Estados”. El ex presidente colombiano Belisario Betancour retrató la situación en cierta ocasión: “estamos luchando contra una organización más fuerte que el Estado”. En general, sucede que no hay Estado tiránico, débil o antidemocrático que no caiga en las garras del narcotráfico, pues el negocio ayuda a crear una casta gobernante corrupta y rica, más allá de la ley.
Hoy, de Afganistán a Kosovo, idéntico proceso: desastre y guerra destruyen las estructuras tradicionales, lo cual facilita la penetración del negocio global que no reconoce fronteras y menos aún las de territorios sin democracia. Mientras, las ganancias también globales se esconden en paraísos fiscales donde colindan con ganancias financieras también dudosas, pero siempre deseosas de nuevas ganancias globales. Por algo los causantes de la crisis actual se están, literalmente, enamorando del narcotráfico. En palabras de David Borden, tiburón financiero, “si la gente dejara de consumir droga, ¿qué pasaría con la economía?”.
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